Supersticiones de Rolankay
Rolankay eligió para sí el nombre de un poeta de culto en la tradición local. Se regaló la oportunidad de nacer de nuevo y bautizarse con un seudónimo radiante. Todo a la vez. Con la misma libertad alteró unas consonantes y mutó el Ronald, más extenso y quizás menos sonoro, por un Rolan que sonaba tan directo, como sus pinturas. Lo importante era la presencia del nombre, la fuerza de la marca. No esperó tampoco la validación de una academia, ni la venia de expertos para convertirse en artista: simplemente materializó su deseo, y signó aquella decisión con una identidad nueva. Y ahora contemplamos los productos de esa osadía.
En dos salas simultáneas, combinando el dibujo y la pintura, esta exhibición parece un debut arriesgado, como si una banda de rock apareciera en el mercado discográfico con un álbum doble. Pero a Rolankay aquellos fantasmas parecen tenerle sin cuidado. Ni miedoso ni arrogante, apuesta de lleno a su pintura y a los deseos que la engendra. Un afán por contar historias, por definir una mitología que se antoja privada y universal y por convocar – sin complejos – el modernismo de Matisse con las subjetividades de Goya y los primitivos de la modernidad y el proto renacimiento. Un aquelarre el suyo, que convoca a los monstruos del psiquismo en interiores de decoración minimalo en paisajes de desolación espectral.
HIstorias
La narrativa pictórica de Rolankay aparece protagonizada – en numerosas ocasiones – por personajes solitarios asediados por criaturas extrañas: Perder algo, El rey de los gatos, Abrazo, Cíclope, Atardeceres en el desierto y Levitación muestran distintas variaciones del encuentro con lo monstruoso. O con lo monstruoso que habita en nuestro interior. O la presencia ominosa de una legión de espíritus invisibles. Animismo del siglo XXI.
Algunas de las historias ocurren en interiores decorados con papel pintado y resueltos con unas perspectivas planas. Cajas que huyen de la ilusión y se asumen como decorados esquemáticos. Espacios que se antojan cómodos, burgueses y muy modernos. La fantasía millennial de la arquitectura interior tras dejar a una familia aburrida o disfuncional. Ambas cosas casi siempre. A veces el piso exhibe la decoración geométrica que vemos en alfombras o pisos cerámicos y las plantas de interior logran conectar el plano inferior con el superior (Espacio exterior, Sin Título). Todos aquellos elementos permiten al pintor conjugar de modos distintos su empleo del color y el modo desenfadado en que aplica el óleo sobre la superficie de la tela. Aquellos recintos aparecen habitados por sujetos que languidecen solitarios o en compañía: Rosas, Levitación o Nubes & formas.
Los exteriores de Rolankay – que lucen igual de esquemáticos – rehúyen de la decoración y parecen regidos por una economía silente y metafísica. Son – sin excepción – espacios de violencia física, lugares destinados a la lucha o el sacrificio mudo de alguna bestia. La chica de Perder algo ataca a su presa en una vasta extensión de tierra roja. Dos árboles apenas, interrumpen la monotonía inquietante de ese paisaje desolado. Los jóvenes de Gallo negro se entregan a lo que parece un sacrificio ritual – cinco velas negras parecen sugerirlo – con una calma tan desnuda de emociones como de hojas lo está el árbol que cierra la composición por el lado superior derecho.
Casi lo mismo puede decirse de El rey de los gatos o de Cíclope. En todos los casos la presencia arbórea lejos de sugerir vida, parece acentuar la desolación de esos espacios desérticos. La despojada arquitectura del norte chileno, el mismo en el que se crió el artista, es el escenario ideal para la lucha cuerpo a cuerpo de Mediatarde en el desierto. El testigo de jockey negro dota de una inquietante contemporaneidad a los luchadores que ocupan, como colosos, casi toda la franja inferior. Una pelea callejera, presentada con la intemporalidad de un combate mítico. La franja superior, en cambio, aparece protagonizada por un enorme sol negro. Sus rayos lilas vibran contra una extensión de verde turquesa. Semejan tentáculos de un dios devorador, una criatura de esas cuya voluntad rige los designios de seres indefensos en algún manga de horror cósmico. Pienso en Junji Ito, pero también en Hideshi Hino o en Suehiro Maruo. Esos dos planos conviven de modo inquietante. Una trama de dura ruralidad amenazada por lo que parece una catástrofe inminente.
No se trata, sin embargo, de una relación explícita con el género que podría ser el más próximo a aquellas escenas: el terror. No, las criaturas de Rolankay – monstruos y humanos por igual – pueden ser amenazantes y depredadoras, hasta el ataque mortal como ocurre con Cíclope o El Rey de los gatos, pero son ante todo proyecciones psíquicas de los sujetos que lidian con ellas. Algunas escenas, pese a su agresividad, no parecen anticipar una catástrofe, antes bien, sugieren la indiferencia de un mundo que se mantendrá cruelmente lejano. Como si ninguna de las amenazas o dolores que aquejan a sus criaturas, tuviese alguna importancia. Los dientes abundantes y afilados de las bestias, antes que provocar la muerte física, parecen ilustrar un tormento psíquico del que es imposible escapar, una presencia dañina y dolorosa, invisible para el resto, como las criaturas del universo Yokai, ese panteón de criaturas, dotadas de poderes y a veces perniciosa influencia, en el folclor de Japón. Díganselo al protagonista humano de El rey de los gatos, que cae al suelo derribado por una criatura cuyas fauces se abren verticalmente, exhibiendo una hilera de colmillos filosos (¿una vagina dentada?). La boca de la víctima, en cambio, es una cavidad vacía y monocromática, haciendo que su grito exhiba un inesperado patetismo.
Su nombre es violencia
Aquellos personajes – casi siempre impasibles – que protagonizan las obras del artista, parecen lidiar con una vida interior atormentada. “La procesión va por dentro” reza el lugar común. Aquí se proyecta en la forma de esas criaturas que desbordan el límite de lo animal y lo monstruoso resueltas con un primitivismo, afín a su naturaleza.
Por contraste, el color y el tratamiento de la forma, parecen salidos de otro lugar. Ya mencioné a Matisse, y con él al modernismo en su conjunto, particularmente su versión más intensamente cromática y lúdica. El fauvismo, el expresionismo del Jinete Azul, ya saben. Eso de un lado, el del color y el de las abundantes soluciones decorativas. Por otro, las figuras que protagonizan el conjunto gráfico y pictórico: son modernistas y pop por partes iguales. Chagall, Jean Cocteau, pero también el manga, la ilustración contemporánea o David Hockney. Es natural. Las nociones de alta y baja cultura con las que crecimos quienes pasamos los cuarenta, hacen hoy poco sentido a una generación – la de Rolankay y menores – para quienes el prestigio cultural y las jerarquías heredadas, dicen poco. Su cultura visual, como su obra, navega con libertad entre el pasado y el presente, entre el mito clásico y el imaginario universal.
Las supersticiones que dan título a la muestra son, quizás, las del propio autor. No las escribe ni enuncia con palabras. Prefiere la imagen, la línea, el color. Su desciframiento es una tarea personal que se antoja tan placentera como enigmática. No se distraigan, puede haber un monstruo al acecho.
César Gabler, artista y curador.
Julio 2022.